Por Pablo Gamba
Rodar una película como en la época final
del cine mudo, en tiempos de transición del soporte fílmico al digital y auge
del cine en 3D, gracias a la introducción de una nueva tecnología, no es
solamente expresión de nostalgia y de deseo de evadir la crisis económica
actual sino también una manera de plantear preguntas sobre la relación del arte
con la técnica.
En The
Artist pareciera que lo primero está subordinado a lo segundo. Al comienzo
de la cinta ganadora del Oscar a la mejor película este año unos malvados
soviéticos torturan en A Russian Affair
al personaje de George Valentin, el protagonista de The Artist encarnado por Jean Dujardin. “¡Habla!”, le gritan
irónicamente en los intertítulos, y el personaje de la película muda en el
filme sin sonido resiste y se niega. Sí habla, en cambio, el actor detrás de la
pantalla, a pesar del cartel que lo prohíbe. Pero la técnica impide que pueda
molestar al público, así como también hace inaudibles los aplausos y sus
palabras de agradecimiento. Hay en todo eso un juego con las limitaciones expresivas
de esa tecnología del pasado.
La vanidad, además, impide al actor darse
cuenta de que la base de su estrellato es la adecuación a las exigencias de las
máquinas de hacer cine. En la cúspide de la fama trágicamente ignora que todo va
a cambiar con la llegada del sonido. Las limitaciones de su talento para la
actuación en las películas parlantes lo equiparan con su perro. “Sólo le
faltaría hablar”, “dice” una señora en los intertítulos, refiriéndose a la
mascota. Es la misma carencia que sufre Valentin cuando la forma de actuar que
le dio fama pierde su vigencia, y un detalle que revela que su talento era en
el fondo análogo a los trucos sin palabras del animal.
Peppy Miller, la joven que asciende en
Hollywood a medida que Valentin se hunde y se encoge, es en cambio desde que
aparece en el filme una actriz hecha para hablar en las películas que están por
venir. Es fresca, inteligente y desenvuelta, como será característico de los
personajes femeninos de la screwball comedy
de los años treinta. El gesto emblemático de su personalidad en la pantalla
es un silbido con el que también parece llamar al sonido.